8 de enero de 2010

Paso tras paso voy llegando a la estación, despacito. Me quedo sentada mirando el lugar, millones de personas que van de un lado a otro, unos hacen trasbordo, otro bajan, algunos suben, cambian de vagón... Aguanto sin entrar al tren, cuando la estación está vacia por fin, fijo la mirada en un sitio en concreto. Sé perfectamente porqué, y brotan sin querer millones de recuerdos, abrazos, besos, sonrisas, caras raras, miradas de complicidad, carcajadas... pero el más bonito de los recuerdos, el primero, se queda fijo en mi mente.

Ando despacio por el anden, mirando lado a lado y observando a la gente que pasa o que se me queda mirando. Voy lenta porque el metro no llegará hasta dentro de cuatro minutos, tiempo de sobra. Derepente unas manos, frías y suaves me tapan los ojos, pego un grito sin querer. ¿Quién puede ser? Acaricio las manos, buscando una pizca de imaginación para averiguar quien es, no llega nada. Un susurro, un simple susurro me sirve para saberlo. 
-A veces, se hacen muchas gilipolleces por amor -me susurra al oido, me estremezco de subito. Me doy la vuelta y le abrazo. No sé qué decir, qué hacer o qué pensar. El tiempo lo dirá, o quizá él- te quiero.
Un beso lento, pausado, sin prisa, profundo, que dice tantísimas cosas sin mediar palabra.

Mierda, ese recuerdo duele. Una punzada en el corazón que lo va agujereando cada vez más.

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